domingo, 6 de abril de 2008

Melancolías al Lodazal de Santiago

Todo lo que queda de los escenarios de mi primera niñez se lo ha comido la ciudad que como mancha aceitosa se expande, tragando los florecientes potreros, las vacas, las acequias. Era un tiempo en que agonizando se mantenían los restos de pretéritos fundos de apellidos vinosos (Primeros terratenientes de la Florida: Ossa de Cruchaga, Larraín, Morandé, entre otros. Historia de La Florida), La Florida aún se debatía entre lo rural y lo urbano. Mi jardín fue todo un bosque, mi patio un inmenso potrero, la fruta se comía arriba del árbol y los veranos eran de manguerearse con los amigos y luego reposar guatita al sol en la terraza de nuestras casas.
Salir de nuestra villa por muchos años fue una travesía digna de exploradores, más aún en invierno, cuando el barro de los potreros era la única alfombra que nos conducía a la veintiúnica micro que llegaba, hasta ahí acudíamos: mamá, hermanos, guagua, con bolsos llenos de cosas que jamás ocupamos. También estaba Tobalaba, la otra salida al mundo, enmarcada de álamos y besada por las viñas que se expandían hasta el horizonte de mis infantiles ojos. Esta ingenua ruralidad contrastaba con el mundo aquel que se erigía allá a lo lejos, con su Muricí, sus gelaterías y edificios, eran terrenos ajenos a mis dominios, con los cuales coqueteaba sin enamorarme.
Triste fue ir constatando la anunciada muerte de mi cosmos natural, de mi salvajismo infantil. Fui testigo de la tala, del nacimiento espontáneo y devorador de villas grises y torpemente rítmicas que se sucedían infinitamente, sin singularidades, apocando el paisaje, deslavándolo. Ahí supe no sólo de pobreza estética, sino del terror, la marginalidad y el miedo que se escondía detrás de mi burbuja.
En una de estas villas donde se abrazaba la vivienda social y las callampas, mi papá comenzó una fructífera labor social, a la cual lo acompañé cada sábado. Me había quedado sin mis árboles y mis acequias, pero floreció un universo nuevo de hogares de colores, precarios e improvisados, como relata Pedro Lemebel (Zanjón de la Aguada, Crónica en tres actos): "...a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria...".


Palacios de frágil arquitectura con firmes bases de esfuerzo y calidez humana, de temores y angustias siempre vedadas a los niños. A ellos me incorporé como una más y aprendí a descubrir tesoros en la rivera de la leche oscura del Zanjón de la Aguada. Estos fueron mis últimos bailes con la novia furtiva y caótica, melancólica e ingenua de las periferias de antes.
El otro Santiago se me presentó al tiempo y mis fines de semana comenzaron a transcurrir en Pío Nono, en la pastelería de mi abuela. Desde ahí emprendí expediciones, cautas al comienzo: Primero fue el zoológico, luego el resto del San Cristóbal y de ahí me dejé llevar por ese curioso aire cosmopolita, embriagándome de Patronato, el barrio Bellavista y el Forestal, claro, aún estaba muy ajena al zoológico delictivo y las diversas faunas que pululaban por el sector. La ciudad tenía la forma que le iban dando los caminantes, así como los rincones se volverían en mi vida, fruto de las situaciones: ya no era escaladora al ver un árbol.
Hoy al caminar por estos mismos barrios o al recordar la insolencia de la naturaleza en mi niñez, siento que las emociones son los prismas que le dan el valor a cada rincón que aprecio de mi ciudad. El mismo Parque Forestal, donde siendo una niña decidí optar por la vida, hoy lo recorro con avidez, rápidamente, intentando imitar la agilidad desinhibida de mi hijo. Vuelvo a ver la ciudad desde las alturas del árbol, a sentirme veloz en la rapidez de un columpio o complice en la quietud de una reunión bajo la mesa. Los lugares existen en nosotros producto de las circunstancias.
Eliza Toro

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